Guerra y tecnología
La Primera Guerra Mundial fue un conflicto en el que la aplicación de la ciencia a las acciones militares había ocupado ya un lugar destacado.
Pero es durante la Segunda Guerra Mundial cuando el papel de los científicos en la contienda, especialmente de los físicos, es absolutamente relevante.
El proyecto Manhattan
El Proyecto Manhattan es quizás la muestra más visible de la importancia de la investigación científica aplicada a la guerra.
La fabricación de la bomba atómica, y también el radar, son muestras de un nuevo modo de investigación: el laboratorio promovido por la administración pública.
En el Proyecto se emplean miles de científicos y técnicos extraídos de la Universidad de California y del Massachussets Institute of Technology.
Terminada la guerra, en los años inmediatamente siguientes al empleo de la bomba, la necesidad de un contingente de científicos capaces de llevar a cabo investigaciones al nivel más alto posible se hizo patente para cualquier país que quisiera tener algún protagonismo en la escena internacional.
Guerra Fría y Gran ciencia
Después del éxito del Proyecto Manhattan, que había sido un esfuerzo tecnológico sin precedentes, los gobiernos pasan a ser el principal promotor de la ciencia. La comunidad científica sufre cambios clave que son perceptibles especialmente en los Estados Unidos y en la Unión Soviética, como cabezas visibles de los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría.
Esta nueva forma de entender la ciencia se ha denominado “Gran ciencia”, cuyo adjetivo de grande se justifica por la suma de:
(1) Grandes presupuestos
(2) Grandes equipos humanos
(3) Grandes máquinas
(4) Grandes laboratorios
Pero no sólo la administración pública se interesa por la ciencia a gran escala, también las grandes industrias lo hacen y esto tiene como resultado que la línea divisoria entre la investigación promovida por la iniciativa privada y la investigación pública se haga más borrosa. De hecho, algunos departamentos universitarios son financiados completamente por empresas privadas.
La forma de hacer ciencia cambia. Los primeros en darse cuenta de ello son algunos técnicos y científicos. En los años cuarenta, como fruto de su difícil relación con las instituciones militares, grupos de científicos críticos constituyen en el Reino Unido y en los Estados Unidos la Association of Scientific Workers.
Una tecnología adecuada y la evaluación de tecnologías
En esta misma línea se forman después otros colectivos de científicos que desarrollan actitudes contestatarias. Se preocupan principalmente por el papel que los científicos desempeñan en la sociedad.
Se preguntan, por ejemplo, como ha de actuar un psicólogo cuando se le encarga publicidad subliminal; o un físico, cuando participa en equipos que desarrollan investigaciones orientadas a fines bélicos.
Frente a la posición tradicional de que los problemas económicos y sociales de la humanidad se solucionan con más ciencia, estos grupos, que reciben por ello la etiqueta de radicales, defienden nuevas formas de ciencia, acordes con valores sociales más amplios.
Pronto estas preocupaciones trascienden el ámbito de la comunidad científica.
A partir de los años sesenta, algunos sectores de la izquierda política empiezan a interesarse por la tecnología.
Estas corrientes toman forma por ejemplo en el “Movimiento por una Tecnología Adecuada” , que tiene por objeto, no ya la renovación de la ciencia, sino favorecer una tecnología alternativa como medio para alcanzar una sociedad alternativa. Se trata de cambiar la tecnología para cambiar la sociedad. Es significativo que uno de los libros más influyentes del movimiento se titule "Small is beautiful", de E.F. Schumacher. En este texto se reivindica lo pequeño frente a lo grande propio de la gran ciencia.
Paralelamente se constituyen como grupos de presión para influir sobre el desarrollo de las políticas públicas en ciencia y tecnología, una vez tomada conciencia de que es la administración pública la que ha asumido la responsabilidad gestora y organizadora.
Para dar respuesta a todas estas demandas, la Administración Americana introduce la Evaluación de Tecnologías como modo de planificar las políticas públicas sobre la base de la prospectiva de diversas opciones tecnológicas, pero sobre todo, sobre la base de los resultados ya obtenidos. Este enfoque se institucionaliza a partir de los años setenta. Hitos que marcan un inicio formal de este planteamiento son la promulgación de la National environmental Policy Act (NEPA), en 1969; y la constitución de la Office of Teccnology Assessment (OTA), en 1972.
Tenemos pues que en los años sesenta y setenta la preocupación por las implicaciones sociales de la tecnología ha alcanzado ya a distintos sectores: científicos y técnicos, partidos políticos, grupos de presión y a la administración.
Ciencia, Tecnología y Sociedad
Finalmente, durante los años ochenta y noventa, los temas relacionados con la tecnología entran en el ámbito académico.
Se trata en principio de tender un puente sobre la separación existente entre las disciplinas de ciencias y letras que académicamente aparecían como mundos separados, en una nueva edición de la guerra de las ciencias.
Los estudios que se proponen se fijan como objetivo la interacción entre lo social y la ciencia y la tecnología. Estos estudios se reconocen pronto como CTS (STS en inglés), como acrónimo de Ciencia, Tecnología y Sociedad .
La novedad que supone el enfoque de los estudios CTS queda resaltada si la comparamos con la teoría de la neutralidad valorativa de la ciencia promovida originariamente por autores como MAX WEBER, a principios del siglo XX.
WEBER se enfrentó a aquellos académicos que defendían el compromiso y la implicación política y propugnó la teoría de una ciencia libre de todo tipo de valores y de vínculos ideológicos y políticos. Pretendía establecer con ello una demarcación clara entre el ámbito de la ciencia como conocimiento objetivo y el ámbito de los valores, normas e ideologías (El oficio de científico es un oficio diferente al del político, de hecho son dos perfiles humanos diferentes, dice Weber).
La ciencia estaría así, según Weber, libre de implicaciones valorativas y políticas, movida puramente por intereses teóricos y exenta de responsabilidades por las posibles consecuencias problemáticas de los resultados de la investigación científica.
Cualquier innovación o procedimiento científico o tecnológico estaría legitimado como racional, así como las decisiones administrativas y las políticas tecnocráticas, siempre que fuera posible interpretarlas como aplicaciones estrictas de conocimientos científicos.
Esta forma de concebir la ciencia y la tecnología estaba ya académicamente cuestionada a finales de los sesenta debido a la confluencia de las críticas en el seno de la filosofía de la ciencia hacia la concepción heredada neopositivista y un contexto social de movimientos antinucleares, oposición a la guerra de Vietnam, crisis ecológicas y revueltas estudiantiles. Las posiciones no comprometidas con valores, incluso en la versión intermedia, no netamente positivista de Weber, pierden crédito.
Surgen así los programas de CTS en varias universidades norteamericanas con el mensaje de que existen condicionantes políticos y sociales y trasfondos valorativos que han de regir la investigación científica y tecnológica. Se reivindica la concienciación pública y, sobre todo, el control social sobre las innovaciones tecnológicas.
Se denuncia que la gran ciencia dependa de la dirección y control de la administración civil y militar y de las grandes industrias. Se adopta una posición beligerante frente a las posiciones filosóficas que de un modo u otro fortalecen la autoridad científica, esto es, denuncian que la ciencia se tome como fuente de autoridad para tomar decisiones económicas, sociales y políticas.
Lógicamente hay una reacción a este planteamiento, que se asienta sobre la filosofía analítica, de la cual el neopositivismo puede considerarse una rama o una fase, de tal modo que a mediados de los noventa se habla de una guerra de las ciencias. Algunos filósofos y científicos se alían para combatir a los críticos defensores de los estudios CTS, acusándolos de pseudocientíficos y antirracionales e intentando restaurar la imagen tradicional de la ciencia.
MARIO BUNGE se distingue en este lado del frente por su combatividad:
“La ciencia es un sistema lógicamente estructurado de conceptos y de enunciados verdaderos y la actividad científica es una empresa intelectual teórica que se rige por la búsqueda de la verdad objetiva. La tecnología es un bien público y un medio de producción de bienestar. Los datos que proporcionan la tecnología y la ciencia son elementos básicos para el debate y la solución racional de conflictos”.
Este discurso tiende a legitimar la visión de la ciencia descontaminada de lo social, inmune frente a la acción externa, una visión, en la que la ética de los científicos queda en relación con las normas de control de calidad de los propios sistemas de producción científica y en la que la revisión corresponde sólo a otros científicos o técnicos. Para tener voz y voto se exige la competencia científica especializada.
Lo que ha venido después, ya en el siglo XXI, no tenemos quizás aun suficiente perspectiva para juzgarlo con claridad.
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