jueves, 17 de julio de 2014

DEL SABER SECRETO A LA DIVULGACIÓN CIENTÍFICA ¿CÓMO SE PRODUCE ESE PASO?

La tesis de un saber secreto


La ciencia moderna ha dejado de tener vocación hermética y la divulgación científica es para nosotros un hecho natural  (al menos en el plano de los principios).

Pero esto no siempre fue así. La tesis de que debía haber un saber secreto de las cosas esenciales, cuya divulgación tendría consecuencias nefastas, fue durante muchos siglos una creencia dominante.

Este secretismo se basaba, en afirmación de Paolo Rossi , en una clara distinción entre la nómina de hombres sabios y la masa de incultos. 


En apoyo de esta tesis se aducía el conocido pasaje del evangelio de san Mateo (7,6) en el que se atribuye a Jesús la afirmación de no arrojar perlas a los puercos, interpretado como que lo que es precioso no es para todos,: la verdad debe ser mantenida en secreto y su difusión es peligrosa.

También tuvieron gran difusión en la Edad Media los Secreta Secretorum que se atribuían a Aristóteles. En forma de carta, Aristóteles revela a su discípulo Alejandro los secretos sólo reservados a los discípulos más íntimos.

Roger Bacon, afirma que los secretos de las ciencias no están escritos sobre pieles de cabra u oveja para que puedan ser accesibles a las multitudes.

Para que esto se modifique, tienen que cambiar bastantes cosas.


¿Cómo se produce el cambio hacia el valor de la divulgación de la ciencia? 

La ciudad y los personajes emergentes



El establecimiento de las ciudades medievales constituyó un marco para los intercambios comerciales y culturales y fue el marco también en el que nacieron las universidades.

La ciudades medievales surgen en el siglo XII, se multiplican en el XIII y se extienden por toda Europa en los siglos XIV y XV.

Pero esto, siendo muy importante no es suficiente. Aún durante el Renacimiento es dominante la impresión de que son pocos los elegidos que son capaces de captar la verdad.

Entre 1463 y 1464, en Florencia, Marsilio Ficino traduce los catorce tratados del Corpus Hermeticum,  que se atribuían al legendario Hermes Trimegistos, fundador de la religión egipcia, contemporáneo de Moisés y legendario maestro de Platón y Pitágoras.

Con estos textos se relaciona el gran renacimiento de la magia a finales del siglo XV y que se prolonga durante el siglo XVI.

El mago es el que sabe penetrar en una realidad infinitamente compleja en la que la naturaleza es un todo-vivo que contiene en sí misma un alma, y en la que cada objeto está colmado de simpatías ocultas que lo unen al todo.

La verdad se transmite a través del contacto personal mediante susurros y la comunicación directa entre maestro y discípulo es el instrumento privilegiado de su transmisión. No obstante, los libros de magia del Renacimiento son una mezcla en la que ya se muestran deseos de reforma de la cultura y aspiraciones a una renovación política.

No es el ambiente cultural de una ciudad como Florencia, dominado por la vuelta a un antiguedad perdida,  en el que van a producirse los cambios que llevarán hacia una nueva actitud ante el conocimiento científico. 

Para que se produzca el cambio de mentalidad tienen surgir personajes que no formaban parte de aquellos que dominaban el mundo de la cultura durante la Alta Edad Media: el santo, el monje, el médico, el militar, el artesano o el mago. Los nuevos personajes emergentes son el mecánico, el filósofo natural, el virtuoso o el libre experimentador.


El camino que lleva hacia el saber público no es en ningún caso fácil. Muchos artesanos e ingenieros del renacimiento refuerzan el valor del secretismo, esta vez por motivos económicos. Insisten en la conveniencia de mantener secretos sus propios descubrimientos.  Para vencer esta dificultad juegan un papel muy importante las patentes que aparecen a comienzos del siglo XV y que se incrementan de modo extraordinario en el XVI, y que dan confianza al inventor de que conservará una parte importante del beneficio de su invento, aunque este se haga público. 


Lo más importante para que la mentalidad cambie es la diferente actitud hacia el argumento de autoridad. Cualquier afirmación que se hiciera de acuerdo con el método de la escolástica debía cimentarse sobre la opinión de algún autor reconocido, pongamos Aristóteles, o mejor aún, de la Biblia.

No se reconoce, en principio, la capacidad para llegar a descubrir nada importante y desde luego nada nuevo por uno mismo, salvo que uno tenga la soberbia intelectual suficiente como para creer tal cosa. 

Sin embargo, los hechos pueden contradecir este estado de opinión. Si alguien demuestra, en la práctica, que tal o cual afirmación de los sabios antiguos es errónea, y que del resultado de un experimento se deduce otra cosa de la inicialmente afirmada, se puede concluir que los antiguos estaban en un error en ese punto. 


Tal es el caso de los maestros artesanos o de los ingenieros que idearon experimentos o que simplemente habían tenido constancia experimental de errores de la tradición. La crítica a los autores antiguos podía hacerse sobre la base de los hechos.

Tenemos pues, en primer lugar, un espacio nuevo: la ciudad medieval. Un espacio en el que surgen nuevos personajes  que tienen conocimientos prácticos que a veces contradicen a los dados por los antiguos, y éstos, en la medida que tienen suficiente influencia y reconocimiento en la comunidad en la que viven tienen también suficiente confianza en sí mimos para aceptar sus propios resultados como válidos y persuadir a los demás de esta creencia. Tener influencia social les permite organizarse y crear estados nuevos de opinión. Se forman sociedades científicas que se reúnen con reglas propias de comportamiento, adoptan sobre todo una postura crítica antes las afirmaciones recibidas, aunque sea una autoridad intelectual reconocida, como norma principal. La verdad no va unida a la autoridad de la persona que la enuncia sino únicamente a la evidencia de los experimentos y a la fuerza de las demostraciones.


El conocimiento al alcance de todos



Este estado de opinión va calando, no sólo entre los filósofos empiristas, sino también entre los filósofos racionalistas.


Descartes, al comienzo del “Discurso del Método”, afirma que la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso es igual por naturaleza a todos los hombres.

La distinción antigua entre la nómina de sabios y el resto se va desvaneciendo, puesto que, bien sea porque los sentidos nos informan correctamente de cómo es el mundo (dicen los empiristas), o bien, porque todos los hombres, por el hecho de serlo, poseen facultades e ideas innatas (dicen los racionalistas); en última instancia, el conocimiento está al alcance de todos. Una nueva mentalidad que irá extendiéndose, y que allí donde  arraiga tiene grandes consecuencias.

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