Es sin duda verosímil que Julio César hubiese aprovechado
la ambigüedad del término oppidum, que podía ser entendido
como ciudad pero también en su acepción más antigua, como refugio militar, para magnificar los éxitos
de sus campañas militares.
Posteriormente otros autores también harán un uso
extenso del término al referirse a sucesos bélicos pasados.
Es el caso de los elogios militares de Titus Quinctius, de quien Tito Livio dice que tomó en
375 a.C. nueve oppida en nueve días, o de Pompeyo Magno, quien enumeró los oppida por él conquistados en la tabula que depositó en el
templo de Minerva y en el monumento construido a los
pies de los Pirineos.
Estrabón se sumó a la crítica que Posidonio hacía sobre los relatos de Polibio al argumentar que éste último, para ensalzar el prestigio de los generales a su conveniencia, concedía el calificativo de polis a cualquier pueblo grande que éstos hubieran sometido.
Estrabón se sumó a la crítica que Posidonio hacía sobre los relatos de Polibio al argumentar que éste último, para ensalzar el prestigio de los generales a su conveniencia, concedía el calificativo de polis a cualquier pueblo grande que éstos hubieran sometido.
Los elogios militares seguían unas fórmulas
muy estrictas, en las que los convencionalismos tienen
un valor más retórico y honorífico que descriptivo. Por
ello, los vici, pagi, aedificia u otros términos urbanísticos que no fueran urbis y oppida, de mayor prestigio,
no tenían cabida en dichos textos.
Con el paso de los siglos, durante el Bajo Imperio,
la palabra oppidum cayó en desuso pese a que las realidades a las que hacía referencia no desaparecieron. Así,
a diferencia de civitas o urbs, el término no pervivió en
ninguna de las lenguas romances.
Así pues, la palabra
oppidum no encuentra en las fuentes clásicas una definición inequívoca que avale su uso científico sin una reflexión previa.
OPPIDUM. REFLEXIONES ACERCA DE LOS USOS ANTIGUOS Y MODERNOS DE UN TÉRMINO URBANO
OPPIDUM. ON MODERN AND ANCIENT USES OF AN URBAN TERM
IVÁN FUMADÓ ORTEGA
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Sin embargo, Joseph Déchelette, en el Manuel d’archéologie, publicado en 1914, defendía que los oppida de los que hablaba César no eran meros refugios fortificados sino auténticas ciudades. Se sancionó así una idea, no
exenta de orgullo nacional galo, que ha tenido desde
entonces gran aceptación pese a su inexactitud.
El término oscila entre un sinónimo de ciudad indígena o una población de inferior categoría (a la de un ciudad), una fortificación grande o pequeña, o simplemente un lugar central al margen de su grado de urbanización.
En las referencias de Julio Cesar estamos al final de la república, pero el término oppidum se utiliza actualmente sobre todo referido a asentamientos más antiguos, prerromanos.
En el caso concreto del mundo ibérico, hay que hacer notar que prácticamente la mitad de las fortificaciones ibéricas conocidas no superan la media hectárea de extensión, mientras que otras pocas, con abundantes elementos urbanos, sobrepasan las 30 ha.
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La pregunta importante no es entonces qué es un oppidum sino cuál era el desarrollo urbano de los asentamientos ibéricos anterior a la romanización y cómo evolucionó después.
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SOCIEDAD Y ESTRUCTURA URBANA EN EL MUNDO IBÉRICO
Manuel Bendala Galán
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Es posible contemplar determinados espacios ibéricos, correspondientes a la Contestania y la Edetania, organizados según una cuidadosa articulación de control territorial sobre la base de núcleos de habitación bien distribuidos y jerarquizados, un signo claro de madurez urbana.
Presiden la estructura unos pocos centros o ciudades de tamaño mayor, entre 8 y 10 hectáreas, de los que dependen oppida más pequeños, de 5 a 2 hectáreas de superficie, cabeza a su vez de atalayas y caseríos menores para la explotación y el control del conjunto del territorio dirigido desde los centros mayores. En todo destaca la importancia de la vialidad, la fijación y el control de las vías de comunicación, como base del control territorial con vistas a la explotación económica y al control administrativo y militar o, en una palabra, político.
En la Contestania se comprueba este tipo de articulación, presidido en la zona septentrional por la ciudad de Saiti (Játiva), un centro importante que acuñó moneda ibérica, entre otros testimonios de su importancia económica y política; mientras que en las comarcas meridionales, el papel de lugar central lo ejerce Ilici (La Alcudia de Elche). Según las últimas investigaciones, habría que añadirles otro centro principal, en la comarca de la montaña alicantina, representado por el asentamiento de La Serreta, de Alcoi. Estas tres ciudades capitalizarían el poblamiento y la economía durante el ibérico pleno, en los siglos IV-III aC. De ellas dependerían, según el esquema dicho, oppida de tamaño más pequeño.
El término oscila entre un sinónimo de ciudad indígena o una población de inferior categoría (a la de un ciudad), una fortificación grande o pequeña, o simplemente un lugar central al margen de su grado de urbanización.
En las referencias de Julio Cesar estamos al final de la república, pero el término oppidum se utiliza actualmente sobre todo referido a asentamientos más antiguos, prerromanos.
En el caso concreto del mundo ibérico, hay que hacer notar que prácticamente la mitad de las fortificaciones ibéricas conocidas no superan la media hectárea de extensión, mientras que otras pocas, con abundantes elementos urbanos, sobrepasan las 30 ha.
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La pregunta importante no es entonces qué es un oppidum sino cuál era el desarrollo urbano de los asentamientos ibéricos anterior a la romanización y cómo evolucionó después.
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SOCIEDAD Y ESTRUCTURA URBANA EN EL MUNDO IBÉRICO
Manuel Bendala Galán
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Es posible contemplar determinados espacios ibéricos, correspondientes a la Contestania y la Edetania, organizados según una cuidadosa articulación de control territorial sobre la base de núcleos de habitación bien distribuidos y jerarquizados, un signo claro de madurez urbana.
Presiden la estructura unos pocos centros o ciudades de tamaño mayor, entre 8 y 10 hectáreas, de los que dependen oppida más pequeños, de 5 a 2 hectáreas de superficie, cabeza a su vez de atalayas y caseríos menores para la explotación y el control del conjunto del territorio dirigido desde los centros mayores. En todo destaca la importancia de la vialidad, la fijación y el control de las vías de comunicación, como base del control territorial con vistas a la explotación económica y al control administrativo y militar o, en una palabra, político.
En la Contestania se comprueba este tipo de articulación, presidido en la zona septentrional por la ciudad de Saiti (Játiva), un centro importante que acuñó moneda ibérica, entre otros testimonios de su importancia económica y política; mientras que en las comarcas meridionales, el papel de lugar central lo ejerce Ilici (La Alcudia de Elche). Según las últimas investigaciones, habría que añadirles otro centro principal, en la comarca de la montaña alicantina, representado por el asentamiento de La Serreta, de Alcoi. Estas tres ciudades capitalizarían el poblamiento y la economía durante el ibérico pleno, en los siglos IV-III aC. De ellas dependerían, según el esquema dicho, oppida de tamaño más pequeño.
Hoy día se conocen multitud de templos o
lugares de culto en los asentamientos ibéricos, hasta constituirse, como era
de esperar, en uno de los rasgos distintivos de su pertenencia a sociedades de
corte urbano, por el papel que la ideología y las religiones regladas desempeñaban en la vida colectiva y en el complejo y delicado juego de fuerzas
que implica la tensión social propia de las entidades estatales
y urbanas.
Llama la atención en el mundo ibérico la existencia de paisajes urbanísticos muy discriminados y diferenciados en el tratamiento y, por consiguiente, en la apariencia de sus diferentes esferas, lo que invita a pensar que se debe a razones profundas a las que podemos en alguna medida acercarnos. Es, en efecto, llamativa la modestia —o la simple pobreza— de la generalidad de la arquitectura de los núcleos de hábitat en comparación con otras culturas contemporáneas y próximas, como las itálicas, y, sobre todo, en comparación con otros ambientes o espacios ibéricos, como las necrópolis. En las ciudades y poblados se encuentra un mundo de piedra sin tallar, sencilla mampostería, madera y barro y se advierte un esfuerzo económico, técnico y artístico muy bajo, muy inferior al de las necrópolis.
Frente a una dinámica social y política que condujo en el mundo griego o en el itálico a fórmulas de organización y gobierno más abiertas y participativas, con sistemas republicanos y más ‘democráticos’, las sociedades ibéricas se mantuvieron aferradas a los sistemas aristocráticos de poder unipersonal, con perfil muy arcaizante como aflora en fenómenos como la devotio y en rituales funerarios, duraderos hasta época romana, que subrayan una sobreelevación del régulo o del aristócrata a la categoría de lo sobrehumano.
Si lo esencial en el sistema social y de poder vigente eran las virtudes de clase y las relaciones de parentesco, las necrópolis eran el ambiente apropiado para esos fines. Y mientras las necrópolis acaparaban prácticamente toda la atención, los centros de habitación jugaban un papel en cierta manera secundario o limitado en la escenificación social.
La entrada de las corrientes helenísticas, aportadas fundamentalmente por los púnicos en la época de los Barca y después por los romanos, mostrarán fenómenos de confluencia con el estado de cosas existente, con incidencia en las formas de poder, pulsiones a cambios de gran calado que abrirán paso a la decisiva etapa marcada por el dominio romano, que, entre otras cosas, impondrá un tipo de sociedad más civil y participativa, distinta de la tradicional de corte ibérico.
Pero eso nos introduce en un mundo nuevo, en el que también los cambios en la arquitectura y la urbanística, en el paisaje de la ciudad, serán decisivos y tan expresivos como cabía esperar de su profunda correlación con la sociedad que la informa y sustenta.
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Llama la atención en el mundo ibérico la existencia de paisajes urbanísticos muy discriminados y diferenciados en el tratamiento y, por consiguiente, en la apariencia de sus diferentes esferas, lo que invita a pensar que se debe a razones profundas a las que podemos en alguna medida acercarnos. Es, en efecto, llamativa la modestia —o la simple pobreza— de la generalidad de la arquitectura de los núcleos de hábitat en comparación con otras culturas contemporáneas y próximas, como las itálicas, y, sobre todo, en comparación con otros ambientes o espacios ibéricos, como las necrópolis. En las ciudades y poblados se encuentra un mundo de piedra sin tallar, sencilla mampostería, madera y barro y se advierte un esfuerzo económico, técnico y artístico muy bajo, muy inferior al de las necrópolis.
Frente a una dinámica social y política que condujo en el mundo griego o en el itálico a fórmulas de organización y gobierno más abiertas y participativas, con sistemas republicanos y más ‘democráticos’, las sociedades ibéricas se mantuvieron aferradas a los sistemas aristocráticos de poder unipersonal, con perfil muy arcaizante como aflora en fenómenos como la devotio y en rituales funerarios, duraderos hasta época romana, que subrayan una sobreelevación del régulo o del aristócrata a la categoría de lo sobrehumano.
Si lo esencial en el sistema social y de poder vigente eran las virtudes de clase y las relaciones de parentesco, las necrópolis eran el ambiente apropiado para esos fines. Y mientras las necrópolis acaparaban prácticamente toda la atención, los centros de habitación jugaban un papel en cierta manera secundario o limitado en la escenificación social.
La entrada de las corrientes helenísticas, aportadas fundamentalmente por los púnicos en la época de los Barca y después por los romanos, mostrarán fenómenos de confluencia con el estado de cosas existente, con incidencia en las formas de poder, pulsiones a cambios de gran calado que abrirán paso a la decisiva etapa marcada por el dominio romano, que, entre otras cosas, impondrá un tipo de sociedad más civil y participativa, distinta de la tradicional de corte ibérico.
Pero eso nos introduce en un mundo nuevo, en el que también los cambios en la arquitectura y la urbanística, en el paisaje de la ciudad, serán decisivos y tan expresivos como cabía esperar de su profunda correlación con la sociedad que la informa y sustenta.
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