Madrid fue elegida en 1561 por Felipe II como capital de la
monarquía, y sólo perdió esta función durante unos pocos años
al comienzo del reinado de Felipe III (1598-1621), cuando este monarca decidió
trasladar la capital de sus reinos a Valladolid.
A partir del momento del regreso definitivo
de la Corte, en 1621, Madrid experimentó un proceso de expansión demográfica de
dimensiones espectaculares, en marcado contraste con las fuertes pérdidas de población
que paralelamente estaban sufriendo las principales ciudades castellanas de
las dos mesetas, entre las que cabe destacar a Toledo, que, por su cercanía respecto
a Madrid, fue la más directamente afectada por el crecimiento de la capital, pues,
en cierta medida, tuvo lugar a su costa.
En la década de 1620-30 la población de Madrid había alcanzado ya los
130.000 habitantes, aunque su crecimiento fue bastante débil durante el resto del
siglo XVII. Además de reunir un gran número de bocas que alimentar, Madrid concentró
gran parte de los grupos sociales con mayor capacidad de consumo del reino.
Por ambos motivos, se consolidó como un centro que generaba una enorme demanda
de productos de consumo, tanto de primera necesidad como suntuarios:
estos últimos procedían en gran parte de otros países europeos, desde los que llegaban
a la Península Ibérica a través de los puertos del Cantábrico, o bien a través
de Navarra, tras haber sido desembarcados en los puertos del sur de Francia para
sortear el control de las autoridades aduaneras castellanas.
El proceso de fuerte
crecimiento demográfico de Madrid, acompañado de la consolidación de esta ciudad
como gran centro de consumo suntuario del reino, conllevó, según el modelo
explicativo propuesto por David Ringrose, la sustitución en la España interior de
una red urbana basada en el mercado, como había sido la existente en el siglo XVI,
por otra que tenía como principal fundamento el factor político, es decir que era resultado
de la decisión de fijar en Madrid la capital de la monarquía.
El paso de uno a otro modelo de red urbana se reflejó en el mapa de las infraestructuras
viarias.
Así, del modelo sin centro principal se pasó a un modelo de distribución de caminos de carácter radial, que tenía en Madrid el principal punto coordinador, y que respondía más a la persecución de objetivos políticos, en concreto al de favorecer la centralización, que económicos, aunque este cambio no se consolidó hasta el siglo XVIII.
Los cambios que trajo consigo el siglo XVII en la estructuración de los mercados y la red urbana en la Península Ibérica no se limitaron a la desintegración de la red urbana de la meseta y al consiguiente desarrollo “macrocefálico” de Madrid. También hay que destacar por su trascendencia el hecho de que, aunque la crisis económica afectó entonces al conjunto del territorio peninsular, las regiones que antes comenzaron a superar sus efectos fueron precisamente las periféricas, donde ya desde las últimas decenios del XVII se comenzó a preparar el terreno para el importante crecimiento económico que experimentaron en el siglo XVIII.
Fruto de este crecimiento fue, según el modelo explicativo propuesto por David Ringrose, el desarrollo en las regiones costeras peninsulares de tres dinámicos sistemas urbanos, que contrastaban fuertemente por su naturaleza con el sistema urbano del interior, que ya no disponía de un motor económico que le confiriese dinamismo.
El primer sistema, que estaría encabezado por la ciudad de Barcelona, abarcaría toda la costa mediterránea, incorporando puertos andaluces como Málaga.
El segundo, con centro en Sevilla, abarcaría todo el valle del Guadalquivir, incorporando el puerto de Cádiz, que ejerció durante el siglo XVIII el monopolio del comercio con América del que en los dos siglos anteriores había disfrutado Sevilla, y consiguientemente pasó a convertirse en un centro de comercio internacional de primera magnitud, pese a que las dificultades para mantener el monopolio frente a al competencia inglesa y francesa fueron cada vez mayores.
El tercer sistema urbano abarcaría toda la costa septentrional, desde Galicia al País Vasco, incorporando puertos tan importantes como el de Bilbao y el de Santander, que experimentaron un notable incremento de su actividad a lo largo del siglo XVIII, y lograron extender su radio de influencia económica muy hacia el interior de la Península.
Así, del modelo sin centro principal se pasó a un modelo de distribución de caminos de carácter radial, que tenía en Madrid el principal punto coordinador, y que respondía más a la persecución de objetivos políticos, en concreto al de favorecer la centralización, que económicos, aunque este cambio no se consolidó hasta el siglo XVIII.
Los cambios que trajo consigo el siglo XVII en la estructuración de los mercados y la red urbana en la Península Ibérica no se limitaron a la desintegración de la red urbana de la meseta y al consiguiente desarrollo “macrocefálico” de Madrid. También hay que destacar por su trascendencia el hecho de que, aunque la crisis económica afectó entonces al conjunto del territorio peninsular, las regiones que antes comenzaron a superar sus efectos fueron precisamente las periféricas, donde ya desde las últimas decenios del XVII se comenzó a preparar el terreno para el importante crecimiento económico que experimentaron en el siglo XVIII.
Fruto de este crecimiento fue, según el modelo explicativo propuesto por David Ringrose, el desarrollo en las regiones costeras peninsulares de tres dinámicos sistemas urbanos, que contrastaban fuertemente por su naturaleza con el sistema urbano del interior, que ya no disponía de un motor económico que le confiriese dinamismo.
El primer sistema, que estaría encabezado por la ciudad de Barcelona, abarcaría toda la costa mediterránea, incorporando puertos andaluces como Málaga.
El segundo, con centro en Sevilla, abarcaría todo el valle del Guadalquivir, incorporando el puerto de Cádiz, que ejerció durante el siglo XVIII el monopolio del comercio con América del que en los dos siglos anteriores había disfrutado Sevilla, y consiguientemente pasó a convertirse en un centro de comercio internacional de primera magnitud, pese a que las dificultades para mantener el monopolio frente a al competencia inglesa y francesa fueron cada vez mayores.
El tercer sistema urbano abarcaría toda la costa septentrional, desde Galicia al País Vasco, incorporando puertos tan importantes como el de Bilbao y el de Santander, que experimentaron un notable incremento de su actividad a lo largo del siglo XVIII, y lograron extender su radio de influencia económica muy hacia el interior de la Península.
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Caminos y ciudades en España
de la Edad Media al siglo XVIII
Roads and Towns in Spain from the Middle Ages to the
Eighteenth Century
Máximo DIAGO HERNANDO y Miguel Ángel LADERO QUESADA
CSIC y Universidad Complutense. Madrid
Capítulo 6. LA DESINTEGRACIÓN DE LA RED URBANA DEL INTERIOR DE LA
CORONA DE CASTILLA DURANTE EL SIGLO XVII Y SUS EFECTOS
SOBRE EL DISEÑO DE LA RED VIARIA.
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DAVID R. RINGROSE
Universidad de California, San Diego
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Dice Ringrose , en discusión con Castells y Madrazo:
"Estoy de acuerdo con la premisa de que las ciudades son una extensión
de un contexto más amplio en tanto que surgen para desempeñar las funciones que la sociedad rural llega a necesitar. Pero, en contra de la impresión ofrecida por Castells, el papel de una dudad es más complejo que el de ser
un centro residencial para la élite social y un lugar para sus mecanismos de
control social. Esta complejidad añadida, que Madrazo considera insignificante, puede ser lo que debamos examinar con más atención".
El supuesto principal que defiende Ringrose es que hay algo único en la ciudad que
le hace desempeñar un papel transformador en la historia.
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