Concepción intelectualista y control indirecto
Desde una concepción intelectualista, la tecnología en sí misma no está en tela de juicio, y no lo están tampoco los científicos ni los expertos en general: sólo a los que hacen uso de la ciencia aplicada puede exigírseles cierta responsabilidad. Por lo tanto, desde este punto de vista, los conflictos aparecen únicamente cuando se juzgan los resultados de la aplicación de la tecnología.
La consecuencia lógica es el apoyo de partida a toda investigación básica y a todo desarrollo tecnológico, que no requiere, en principio, de control social.
La máxima resultante es que hay que dejar trabajar a los científicos y a los técnicos en sus laboratorios o en sus gabinetes.
El control social ha de aplicarse, sin embargo, según esta forma de ver las cosas, a los productos tecnológicos, esto es, a qué se hace con la tecnología, no a qué se investiga ni cómo. Este control puede ejercerse a través de la legislación, básicamente la legislación medioambiental y la legislación sobre salud pública, es decir se trata de garantizar que los desarrollos concretos de la tecnología no dañen a los seres humanos ni a la naturaleza.
El mercado controla la calidad de los productos mediante la mayor o menor aceptación de los consumidores. El éxito o fracaso influye sobre las decisiones de las empresas y se supone que garantiza la adecuación de esos productos.
Por lo que respecta a las decisiones de las administraciones públicas, están sujetas al conjunto de normas legales a través de las distintas leyes sectoriales que fijan las directrices básicas en cada sector de actividad.
El cumplimiento de la normativa legal es por lo tanto el principal mecanismo por el que se trata de garantizar que se actúa en beneficio del interés general. El control social se concibe como un control indirecto que sólo en la medida que es capaz de influir en la labor legisladora influye sobre los productos de la tecnología.
"Los científicos y técnicos saben los que hacen. Si algo falla ya se verá".
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Concepción artefactual y control previo
Desde la visión artefactual, la tecnología es un instrumento para cumplir objetivos que pueden ser fijados externamente. Adquieren sentido, en este caso, los debates relacionados con la fijación de esos objetivos. La diferencia con la concepción anterior es que en este caso las necesidades y los problemas que hay que resolver están fijados antes que la tecnología, que se instrumenta para cubrir estas necesidades o resolver estos problemas.
El control social es en este caso básicamente un control previo, que consiste en el establecimiento de una especie de agenda para científicos y para técnicos, que trabajan a demanda. No sólo hay aquí una legislación reguladora de los productos de la tecnología sino que haya también planes y programas sobre los que, en principio, la sociedad tiene algo que decir.
"Los científicos y técnicos dominan cada uno su tema, pero hay que marcarles los objetivos. No nos importa cómo lo logren".
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Desarrollo autónomo de la tecnología
Si se supone, en una tercera visión, que la tecnología tiene un desarrollo autónomo y que se rige por una lógica interna, son los expertos los que han de tomar las decisiones, y las injerencias externas sólo pueden ser consideradas como obstáculos a la eficiencia.
A los no expertos les caben entonces dos posiciones extremas: la confianza ciega o la desconfianza absoluta. El desarrollo autónomo de la tecnología va ligado al determinismo tecnológico, de tal modo que se considera que no se puede alterar la poderosa influencia de la tecnología.
Desde el lado de la desconfianza, es decir, desde la tecnofobia o, más moderadamente desde el tecnopesimismo, se llega como conclusión lógica a propuestas de decrecimiento económico, y en última instancia, a proponer el retorno a la vida natural.
En todo caso, el control social no tiene, desde esta visión, apenas sentido. O bien la sociedad se convierte en un conjunto de ciudadanos consumidores y beneficiarios de la tecnología, o bien se rechaza todo desarrollo tecnológico, o al menos, todo el que sea posible.
Puede tener sentido, sin embargo, bajo esta concepción, hablar de códigos éticos profesionales, como un modo de autocontrol de científicos y técnicos. En este contexto los códigos se ocuparían fundamentalmente de los valores internos de la tecnología y de la ciencia, valores que presentan también dilemas cuando entran en conflicto unos con otros.
F. Broncano, en Mundos Artificiales, señala al respecto de esta cuestión que cualquier diseño es un ejercicio de equilibrio entre bienes que compiten. La fiabilidad, el coste, la eficiencia y el control de calidad son, por ejemplo, objetivos que no cooperan sino que compiten entre si, que generan dilemas en las decisiones de los técnicos y que pueden recogerse en los códigos éticos.
" La ciencia y la tecnología tienen vida propia.
- Seguro que algo acaba saliendo mal.
- Seguro que al final la cosa acaba bien".
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Tecnología, sociedad y participación social en las decisiones tecnológicas
Si, finalmente, se supone que los aspectos instrumentales, estrictamente técnicos, y los aspectos organizativos y culturales no pueden ser separados; entonces, expertos (en cada cosa) y ciudadanos (todos) pueden decidir de un modo mucho más articulado, en el que los elementos sociales y valorativos son partes igualmente constituyentes de las políticas tecnológicas.
Es bajo esta concepción cuando tiene más sentido hablar del control democrático de la tecnología, o más propiamente, de participación democrática de la sociedad en las decisiones tecnológicas.
" La ciencia y la tecnología son una cosa de todos. Nos importa el para qué, el qué y el cómo".
Expertos, ciudadanos y debates tecnológicos
Sin entrar a analizar cuál de estas concepciones se aproxima más a la realidad del desarrollo tecnológico, o si son parcialmente verdaderas en alguna proporción, o si se corresponden con distintas fases de desarrollo; lo que es una cuestión de hecho es que las distintas concepciones están presentes a la vez en distintos colectivos, provocando desacuerdos de base en los debates y enmascarando otros aspectos.
El desvelamiento de la posición de cada uno parece un paso previo necesario al debate sobre soluciones concretas. Ahora bien, esto exigiría una especie de arbitraje por parte de algún grupo que se colocase por encima del resto, lo cual nos remite al mismo problema que presenta toda posición preponderante de los expertos.
De un modo u otro, parece que la participación social en las decisiones tecnológicas no puede escapar a la intervención de individuos o grupos que tienen un papel más destacado que el resto; bien en la presentación de los datos para el debate, bien en la organización del debate, en la discusión sobre el listado de valores, o en su jerarquización.
La cuestión es si existen mecanismos para que el peso de estos expertos no convierta su posición en una posición de excesivo privilegio. Un privilegio que no resulta a menudo en beneficio de los propios expertos, sino en beneficio de algún grupo que los utiliza.
Por otro lado, se trata de evitar que el conocimiento experto se convierta en un discurso más entre otros muchos, con el mismo valor de verdad que cualquier opinión no formada.
Este es un equilibrio dinámico que hay que reajustar cada día y para cada tema.
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