martes, 27 de febrero de 2024

LOS MITOS PLATÓNICOS DEL FEDRO. EL CARRO ALADO, LAS CIGARRAS, THOT.


Leer directamente a Platón.

EL FEDRO DE PLATÓN

EL CARRO ALADO

¿A qué se parece el alma humana?

Conviene, dice Sócrates, que en primer lugar intuyamos la verdad sobre la naturaleza divina y humana del alma, viendo qué es lo que siente y qué es lo que hace. Y éste es el principio de la demostración.

Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. 

Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. 

Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo.

Y ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal


El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la divinidad, y que sean estas nuestras palabras.

Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue. 

El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia  se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo ,figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la eternidad. 

Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes, marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. 

Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo. 

A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser , vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. 

Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosía, y los abreva con néctar. Tal es, pues, la vida de los dioses. 

De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llanura de la Verdad , se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre. 

Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra

Entonces es de ley que tal alma no se implante en ninguna naturaleza animal, en la primera generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes de un varón que habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas tal vez, y del amor; la segunda, que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de gobierno; la tercera, para un político o un administrador o un hombre de negocios; la cuarta, para alguien a quien le va el esfuerzo corporal, para un gimnasta, o para quien se dedique a curar cuerpos; la quinta habrá de ser para una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con la sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea la séptima para un artesano o un campesino; la octava, para un sofista o un demagogo, y para un tirano la novena. 

De entre todos estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partícipe de un mejor destino, y el que haya vivido injustamente, de uno peor. 

Porque allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes de diez mil años -ya que no le salen alas antes de ese tiempo-, a no ser en el caso de aquel que haya filosofado sin engaño, o haya amado a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el tercer período de mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida, vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplirse esos tres mil años. Las demás, sin embargo, cuando acabaron su primera vida, son llamadas a juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde expían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar celeste, llevan una vida tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al llegar el milenio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocurrir entonces que un alma humana venga a vivir a un animal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez, de animal a hombre. »Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana

Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad.

Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado».

Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado.

Así que, como se ha dicho, toda alma de hombre, por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a ser el viviente que es. Pero el acordarse de ellos, por los de aquí, no es asunto fácil para todo el mundo, ni para cuantos, fugazmente, vieron entonces las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdicha, al caer, de descarriarse en ciertas compañías, hacia lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado espectáculo que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan suficiente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser dueñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasando, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, y de la sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas no queda resplandor alguno en las imitaciones de aquí abajo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos poco claros les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género de lo representado. Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa visión, al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros dioses, como inicia- dos que éramos en esos misterios, que es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos en toda nuestra plenitud y sin padecer ninguno de los males que, en tiempo venidero, nos aguardaban. Plenas y puras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzábamos el brillo más límpido, límpidos también nosotros, sin el estigma que es toda esta tumba que nos rodea y que llamamos cuerpo, prisioneros en él como una ostra. 

Sea todo esto en gracias al recuerdo que, en el anhelo de lo de entonces, ha hecho que ahora se hable largamente aquí. Como íbamos diciendo, y por lo que a la belleza se refiere, resplandecía entre todas aquellas visiones; pero, en llegando aquí, la captamos a través del más claro de nuestros sentidos, porque es también el que más claramente brilla. Es la vista 70, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente -porque nos procuraría terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y llegase a sí a nuestra vista 71 y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de amarse. Pero sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante y lo más amable 72. »Ahora bien, el que ya no es novicio o se ha corrompido, no se deja llevar, con presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplarla, no siente estremecimiento alguno, sino que, dado al placer, pretende como un cuadrúpedo, cubrir y hacer hijos, y muy versado ya en sus excesos, ni teme ni se avergüenza de perseguir un placer contra naturaleza. Sin embargo, aquel cuya iniciación es todavía reciente, el que contempló mucho de las de entonces, cuando ve un rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien a la belleza 73, se estremece primero, y le

LAS CIGARRAS

"Se cuenta que, en otros tiempos, las cigarras eran hombres de ésos que existieron antes de las Musas, pero que, al nacer éstas y aparecer el canto, algunos de ellos quedaron embelesados de gozo hasta tal punto que se pusieron a cantar sin acordarse de comer ni beber, y en ese olvido se murieron. De ellos se originó, después, la raza de las cigarras, que recibieron de las Musas ese don de no necesitar alimento alguno desde que nacen y, sin comer ni beber, no dejan de cantar hasta que mueren, y, después de esto, el de ir a las Musas a anunciarles quién de los de aquí abajo honra a cada una de ellas. 

En efecto, a Terpsícore le cuentan quién de ellos la honran en las danzas, y hacen así que los mire con más buenos ojos; a Érato le dicen quiénes la honran en el amor, y de semejante manera a todas las otras, según la especie de honor propio de cada una. Pero es a la mayor, Calíope , y a la que va detrás de ella, Urania, a quienes anuncian los que pasan la vida en la filosofía y honran su música. Precisamente éstas, por ser de entre las Musas las que tienen que ver con el cielo y con los discursos divinos y humanos, son también las que dejan oír la voz más bella".

(las cigarras incitan, con su canto, a no cejar en la investigación. Ellas también establecen el puente entre el cuerpo y sus deseos de conocimiento, y dicen a las Musas, a Calíope y Urania, quiénes son «los que pasan la vida en la filosofía y honran su música». Hay que llegar, por tanto, al fondo del lenguaje, al conocimiento de la «persuasión» que tiene que ver con la Verdad y no sólo con su apariencia. Enredado en el proceso de la historia, el lenguaje puede servir también de instrumento para condicionarla y desorientarla: una retórica, o sea, un arte de las palabras que sólo cede a aquellas presiones de los hombres que se conforman a lo que «sin fundamento se les dice» porque es precisamente eso lo que quieren oír).

La retórica, en definitiva, tiene que ver con la Verdad. No con la apariencia de verdad como defienden los sofistas. 


Theuth y Thamus

Platón ha sido el primero que, en un tiempo en el que se iniciaba la literatura, nos ha enseñado lo supraliterario en la palabra viva», escribió K. Reinhardt.

Ningún otro mito expresa con mayor fuerza y originalidad la modernidad del pensamiento platónico que el mito de Theuth y Thamus con el que concluye el Fedro. En él se plantea el problema de la relación entre escritura y memoria, entre la vida de la voz, tras la que siempre hay un hombre que pueda dar cuenta de ella, de su sentido y justificación, y la indefensión de las letras en las que se transmite el lenguaje. Después del análisis que Platón hace de la retórica, de la lectura del «escrito» de Lisias, de las brillantes descripciones de aquellas almas que «han visto» las ideas, que añoran la «llanura de la Verdad» y que alcanzarán la inmortalidad en ese «eterno movimiento» en cuyos ciclos viven, las letras que Theuth, el inventor, ofrece a Thamus como residuo firme para la memoria, parecen demasiado débiles para resistir el tiempo y medirse con los ritmos de la voz y la vida.

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