El Concilio de Nicea
Año 325. Frente a la herejía de Arrio, que negaba la verdadera divinidad de Jesucristo, el Concilio de Nicea fijó la ortodoxia cristiana al definir que el Hijo es “consustancial” con el Padre (“homoousios”). Una palabra no bíblica que es introducida en el Credo para defender, con términos nuevos, la peculiaridad de la fe cristiana: Jesucristo es el Hijo encarnado, de la misma sustancia que el Padre, unido esencialmente al Padre. No es una criatura, ni una especie de ser intermedio entre Dios y los seres creados.
El Concilio de Nicea tiene lugar en un momento particularmente significativo, por cuanto estaba cuajando la instauración de un sistema de Iglesia imperial. El obispo Eusebio de Cesarea se sentía fascinado por la idea de la convergencia, en los planes de Dios, entre el Cristianismo y el Imperio. La Providencia había guiado los destinos de la historia para hacer coincidir la aparición del Mesías con la paz imperial; la monarquía celeste con la monarquía romana.
El emperador Constantino personificaba, a los ojos de Eusebio, esa feliz coincidencia. Su papel no era meramente político, sino también religioso.
Al emperador le atribuye la tarea de abrir los debates, reconciliar a los adversarios, convencer a unos y doblegar a otros, instando a todos a la concordia. Constantino, según la imagen que de él nos da Eusebio, parece imponerse, incluso en cuestiones doctrinales, sobre los obispos reunidos en el Concilio.
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¿Es real esta visión? ¿Puede sostenerse, con argumentos, la idea de que Constantino manipuló el Concilio de Nicea imponiendo a todos los obispos la doctrina del “homoousios” con la finalidad de garantizar la unidad religiosa del Imperio?
La visión actual de la iglesia católica
La realidad se distancia de esta imagen trazada por Eusebio. Es verdad que el Emperador defendió la relación entre la Iglesia y el Imperio; entre el bien del Estado y el bien de la Iglesia, pero su participación en el Concilio de Nicea, aunque destacada, fue mucho menos importante de lo que Eusebio de Cesarea nos quiere hacer creer.
El investigador J. M. Sansterre , en su obra Eusebio de Cesarea y el nacimiento de la teoría cesaropapista, examinó críticamente catorce textos que proceden del emperador, datados entre 325 y 335. Del análisis de esta documentación extrajo importantes conclusiones, decisivas para desmontar históricamente la construcción de Eusebio.
Constantino convocó el Concilio de Nicea con la finalidad de fomentar la unidad y eliminar la herejía. Se sintió obligado a velar por las resoluciones dogmáticas y disciplinares, pero jamás aspiró a suplantar a los Obispos. La intervención imperial la entendía como meramente subsidiaria, puesto que la norma última en cuestiones doctrinales había de ser, como de hecho fue, las tradiciones y los cánones eclesiales y la asistencia del Espíritu Santo a los Obispos. Únicamente si los Obispos no conseguían hacer cumplir las decisiones conciliares, el Emperador estaba dispuesto a intervenir para aplicarlas; jamás para imponerlas él mismo.
Constantino no reclama para sí una supremacía sobre el concilio en cuestiones de fe; prerrogativa que, junto a otras, sí está dispuesto a reconocerle Eusebio, quien convierte al emperador en algo más que un guardián de la Iglesia, viendo en él la cúspide religiosa suprema del mundo visible.
El análisis de los documentos imperiales de 325 a 335 prueba, por tanto, de modo concluyente que el emperador no influyó en el Credo de Nicea. Pero, además, idéntica conclusión se deduce del estudio de la cristología de Constantino, que se deja entrever en alguna de sus cartas. El emperador carecía simplemente de la preparación teológica necesaria para dominar los problemas que se abordaron en Nicea. .
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En esta interpretación quedan algunas cuestiones por resolver:
¿Por qué tiene Constantino tanto interés en el concilio?
¿Por qué retira su apoyo a Atanasio que sigue la ortodoxia del concilio y apoya a Eusebio que era arrianista?
Inmediatamente después de su llegada al poder absoluto del Imperio, Constantino se encuentra con disidencias en el seno de
la comunidad cristiana. En los primeros siglos, las diferentes concepciones religiosas
entre los cristianos, apenas tuvieron repercusiones sociales por su posición marginal
en la sociedad. Ese panorama cambió radicalmente cuando con Constantino comenzó
a producirse una identificación entre la condición de ciudadano y la pertenencia
a una religión. Desde ese momento, los disidentes dentro de ella se convirtieron en
una amenaza para el tejido social.
La tesis de J.
Burckhardt, es que Constantino es un egoísta irreligioso, «que todo lo mide
y relaciona con el aumento de su propio poder. Y en relación a su postura ante
el arrianismo, no duda en afirmar de modo tajante: «toda su ambición estuvo claramente
orientada a mantener a los partidos en equilibrio y no entregarse a ninguno
de ellos de forma permanente. Por eso permitió que triunfaran por turno y se ocupó
por medio de decididas intrusiones de que nadie olvidara su poder»
Según esto, Constantino habría por un lado evitado la disidencia que amenazaba el tejido social; pero por otro lado, habría alimentado un nivel más bajo de constroversia para que nadie tuviera una poder mayor que el suyo.
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Constantino y el arrianismo
Constantine and Arianism
Agustín López Kindler
Investigador en el Klassisch-Philologisches Seminar de la Universidad de Zürich
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Eusebio de Cesarea, muerto hacia el 339, reproduce epístolas propias o del emperador, discursos y hasta edictos del
mismo, cuya autenticidad, mucho tiempo puesta en tela de juicio, es hoy comúnmente
aceptada. El contrate de los textos de Eusebio, Atanasio y otros da algunas pistas.
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El problema teológico de fondo
En el plano metafísico el problema deriva directamente del pensamiento
platónico, reencarnado en el neoplatonismo, que parte de un ser supremo, inefable
(árretos), no engendrado (agénnetos), independiente (anarchós), sin que nada participe
de él (ídion) o le sea semejante (ómoion). Este concepto de la divinidad, sin composición
(sýnthetos), ni cambio (treptós) de ningún tipo, trae como consecuencia que el
Hijo (lógos) no quepa dentro de la divinidad, sino como una aplicación analógica de
esta. Y precisamente ese Lógos es para Arrio el que vivía como alma en el hombre
Jesús.
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Entre el año 318 y el 324 se multiplican las comunicaciones entre obispos, inquietos
por el cariz y la difusión que van tomando las ideas de Arrio
Tanto es así que Constantino se preocupa y usa los servicios
del correo imperial para lograr que a principios de junio del año 325 se reúnan hasta
220 obispos. La mayor parte de ellos procedían de la parte oriental del imperio,
con una representación poco nutrida pero representativa de otras partes del mundo.
En efecto, allí acudió el obispo Osio de Córdoba, dos legados del papa Silvestre
junto con Ceciliano, obispo de Cartago y sendos representantes del episcopado de
la Galia y la Panonia. También de fuera del Imperio llegaron un prelado de Persia,
dos de la Armenia no romana, un godo y uno de la Crimea. Además participaron
en calidad de expertos, estrechos colaboradores de los prelados –entre ellos uno tan
destacado como Atanasio que sería el sucesor de Alejandro en Alejandría–, hasta un
total de 318 personas.
Constantino mismo inauguró con toda solemnidad las sesiones, como describe
Eusebio y participó en ellas con toda su autoridad hasta lograr que se definiera con
claridad la profesión de fe ortodoxa, en la que destaca la fórmula del «homooúsios»,
y a ella se añadiera un anatema contra Arrio y sus seguidores.
Según Eusebio, todos
vuelven a su patria contentos y unánimes por haber logrado un acuerdo en presencia
del soberano: «ahora estaba unido, como en un solo cuerpo, lo que durante largo
tiempo estaba separado»
Esta voluntad de unidad de Constantino hace que dos años despues, en 327, connvoque un segundo
sínodo en Nicea, en 327, y consigue que se rehabilite a Arrio. Incluso hace más, porque a principios de 328 dirige una epístola a Alejandro de
Alejandría para que éste acoja a Arrio y a sus partidarios, puesto que han abjurado de
sus errores y abandonado la repulsa a las decisiones de Nicea.
Alejandro muere y es entonces cuando entra en escena una actor con un papel no previsto por Constantino. Atanasio, se muestra inflexible en su decisión de no acoger a Arrio. Es más, en el nuevo obispo la causa de Nicea encontró un elocuente y fuerte defensor, mientras la herejía un enemigo aguerrido que no retrocedió ante amenazas e insidias que convirtieron su vida en una ininterrumpida sucesión de deposiciones y reinstalaciones en la sede episcopal. A partir de este momento el conflicto se polariza en la lucha entre Atanasio y los arrianos con Eusebio de Nicomedia a la cabeza. Constantino es árbitro en este combate encarnizado y su actitud no defiende la ortodoxia, sino el poder.
El problema cristológico queda atrás y cobran fuerz las tensiones que tienen su origen en la lucha por el poder y la influencia dentro de la vida social, que había comenzado a ser cristiana.
Alejandro muere y es entonces cuando entra en escena una actor con un papel no previsto por Constantino. Atanasio, se muestra inflexible en su decisión de no acoger a Arrio. Es más, en el nuevo obispo la causa de Nicea encontró un elocuente y fuerte defensor, mientras la herejía un enemigo aguerrido que no retrocedió ante amenazas e insidias que convirtieron su vida en una ininterrumpida sucesión de deposiciones y reinstalaciones en la sede episcopal. A partir de este momento el conflicto se polariza en la lucha entre Atanasio y los arrianos con Eusebio de Nicomedia a la cabeza. Constantino es árbitro en este combate encarnizado y su actitud no defiende la ortodoxia, sino el poder.
El problema cristológico queda atrás y cobran fuerz las tensiones que tienen su origen en la lucha por el poder y la influencia dentro de la vida social, que había comenzado a ser cristiana.
Atanasio sella su suerte, no mientras las discusiones se mantienen en un plano doctrinal en el que Constantino comulga con él, ni siquiera cuando es víctima de intrigas y acusaciones más o menos disciplinarias, sino en cuanto osa poner en peligro la estabilidad del orden público, amenazando con dejar sin el abastecimiento del trigo egipcio a Constantinopla.
Le importa la ortodoxia, pero como medio para mantener la unidad de la Iglesia y en esa línea es indulgente y comprensivo con las dos partes: con Arrio, a quien perdona y reintegra en cuanto da una señal de buena voluntad, y con Atanasio, a quien defiende una y otra vez de las asechanzas de sus enemigos.
Ahora bien, en cuanto el uno provoca un cisma y el otro pone en peligro la paz social no duda un minuto en aplicar medidas contundentes: al uno le anatematiza y entrega sus obras al fuego y al otro le envía al destierro.
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Secuela
El conflicto arriano quedó
abierto durante siglos, más allá de las cuestiones teológicas que serían zanjadas en
el segundo concilio ecuménico de Constantinopla en 381, como consecuencia de sus implicaciones
políticas que configurarían en buena parte la historia de la Iglesia hasta bien
entrada la Edad Media.
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